LAS CINCO DIFICULTADES PARA
DECIR LA VERDAD
Fuente; Bertolt Brecht. Escritos políticos. Caracas. Ed. Tiempo Nuevo. 1970.
Traducción: León Mames.
Copyleft: Cuadernos del CAUM.
JULIO 2013
BERTOLT
BRECHT Y EL PRECIO DEL PROTOCOLO
Amigas y amigos,
cometamos un acto brechtiano, busquemos la palabra protocolo en el diccionario: protocolo:
Ordenada serie de escrituras matrices y
otros documentos que un notario o escribano autoriza y custodia con ciertas
formalidades. 2. Acta o cuaderno de actas relativas a un acuerdo, conferencia o
congreso diplomático. 3. Por ext., regla ceremonial diplomática o palatina
establecida por decreto o por costumbre.
Y resulta que si lo pensamos detenidamente,
en el día de hoy, proyectados en este inquietante siglo XXI, estamos metidos
hasta el cuello en el protocolo
(escrituras matrices, autorizar, custodiar, formalidades, congresos
diplomáticos, reglas palatinas…). Cierto, tenemos protocolos para todo: protocolos
para ser despedidos de los empleos, para ser desahuciados de las viviendas,
miles de protocolos policiales para actuar contra los pobres, para negar la
dignidad, para destruir la sanidad, para liquidar la educación, protocolos para
preservar el poder, para recoger las basuras, para manipular las mentes,
etcétera y etcétera.
Todos lo sabemos, algunos lo dicen, menos lo
escuchan, pero estos últimos cada vez son más. Si Bertolt Brecht hubiera vivido
nuestra época probablemente hubiera escrito un drama titulado El precio del protocolo, y tal vez, como
solía hacer, se hubiera inspirado, o incluso hubiera tomado escenas enteras, de
Almas muertas de Nicolai Gogol,
aquella historia del sujeto que va de pueblo en pueblo comprando a siervos
muertos para venderlos como acciones a buen precio en la bolsa de San
Petersburgo (escrituras matrices y
documentos autorizados y custodiados con ciertas formalidades, ¿no son esto
las hipotecas que se ejecutan, las participaciones
preferentes, los EREs…?).
Brecht dedicó su vida y su obra a luchar
contra la ideología del capitalismo, a darles la voz a los pobres y a educar a
los trabajadores para su propia liberación. Brecht logró liquidar el protocolo, arrumbar con la retórica y
desmentir las impostadas mentiras de los burgueses y sus palanganeros. Brecht
puso sobre las tablas a un niño, a un camarero, a un descargador de los
muelles, a una pescadera, a un cantante callejero, a cuatro leñadores, a un obrero de la construcción, a un
estudiante, a siete prostitutas, a tres mecánicos, a un culi esclavizado, a un
cocinero, a tres agitadores, a veinte matarifes de un matadero, a once jóvenes
jornaleras y a cientos y cientos de
personajes que conformaban la clase trabajadora, y cada uno diciendo su verdad, que en conjunto es la VERDAD.
Los ricos y sus criados no pueden decir la
verdad porque realmente no la tienen, en ellos el espacio de la verdad está
ocupado por el interés. La única
verdad que interesa bajo el
capitalismo es la mentira de la fórmula del interés compuesto: CF1
= C1 (1+r). Todo
lo demás es silencio.
Ya sabemos, Brecht no está de moda. Cuantas veces y durante cuantos años los
intelectuales y literatos del régimen, es decir de este régimen y también del
que había en 1975, nos lo han repetido: es
que el teatro épico y el teatro didáctico ya no tienen vigencia, es que son
aburridos, ¡por Dios, épica y didáctica en la época en que vivimos! Eso era
comunismo y el comunismo desapareció con la Unión Soviética.
Bueno ya se habrán quedado a gusto, ya sí
que no hay ni teatro épico, ni didáctico, ni nada, ya prácticamente no hay
teatro y los pocos grupos que quedan, esos sí que se están ganando a pulso el
título de héroes épicos. Y cuando alguna compañía o director se alargan a
ofrecer una obra de Brecht parece como si lo hicieran de puntillas o pidiendo
perdón y dando explicaciones no se sabe muy bien de qué[1].
Nosotros, el CAUM, no tenemos esos prejuicios porque tenemos memoria, no en
vano somos la asociación cultural independiente más antigua del estado, con más
de medio siglo de historia. En los años sesenta y setenta desarrollamos una
intensísima labor teatral con la creación de un grupo, múltiples
representaciones, conferencias, charlas, mesas redondas, el premio de teatro Arbor, etc.[2] Entonces el nombre de Brecht era
fundamental no solo para la cultura literaria sino también para la cultura
política antifranquista.
Y desde aquí todo nuestro agradecimiento al
querido compañero Vicente Romano, quién, junto al ya desaparecido Jesús López
Pacheco, tradujeron en 1968 ese tomito de Poemas
y Canciones de Brecht, en la Editorial Alianza, que tanto hizo por nuestra
educación literaria y política.
Después vino la transición y los espejismos postmodernistas que la siguieron lo
cubrieron todo de un estúpido velo. Aún así si por algo nos caracterizamos en
el CAUM es por la fidelidad a nuestros principios, que en nuestro caso son, al
mismo tiempo, principios en el tiempo y principios en las ideas, y por ello nos
enorgullecemos en ofrecer hoy este breve texto con algunas de las reflexiones
más poderosas del autor sobre un tema tan capital como es el de la VERDAD y
cómo expresarla. Es un artículo escrito y publicado en 1934, al poco tiempo del
ascenso del nazismo al poder en Alemania. Ese mismo año todos los libros y
escritos del autor fueron condenados a la hoguera por los nazis. Joseph
Goebbels, el todopoderoso ministro de propaganda del Reich, sentía un odio
visceral hacia Brecht, pero también le temía, con razón, porque sabía que su
obra contenía ideas muy peligrosas.
En las noches alemanas grandes piras ardían alimentadas por las obras de Marx,
Engels Luxemburgo, Kautski, Bloch, Benjamin, Korsch, Kafka, Mann, Wedeking,
Trakl, Döblin, Brecht…
Pero, amigas y amigos, os rogamos que
leáis este texto no solo como un documento histórico sino como un texto que nos
habla de hoy mismo, de lo que ahora mismo
está pasando… ¿Podemos aquí y ahora decir la VERDAD con todas sus consecuencias?
¿Qué significa esto para nosotras y nosotros ahora mismo?...
A modo de epílogo incluimos un
poema-aforismo, una forma muy querida por el autor. Materia pura para la
reflexión.
Eugen Berthold
Friedrich Brecht nació en 1898 en Augsburgo, Baviera, Alemania. Su familia era
acomodada, su padre era gerente de una fábrica y su madre funcionaría. Desde adolescente manifestó su carácter
inconformista y crítico. En el instituto fue expedientado por atacar por
escrito al militarismo previo la Primera Guerra Mundial, la época de la paz armada. Inició la carrera de
Medicina en Munich y fue movilizado como enfermero.
Con veinte años escribió su primera obra
teatral, Baal. Participó en la
revolución espartaquista, brutalmente reprimida y sobre estos hechos escribió Tambores en la noche. En el final de la obra el personaje de Kragler
declara: "Todo esto no es más que puro teatro. Simples tablas y una luna
de cartón. Pero los mataderos que se encuentran detrás, ésos sí que son
reales". Brecht obtuvo el repudio y la animadversión de la burguesía y las
autoridades.
Su tercera obra, En la jungla de las ciudades (1921) es la primera que se desarrolla
en Estados Unidos, al igual que algunas de las posteriores. Brecht considera
que el capitalismo muestra allí muchas de sus más profundas contradicciones.
En Berlin es contratado como actor y se casa
con la también actriz y cantante Marianne Zoff. Conoce a Carl Zuckmayer en el Deutsches Theater de Max Reinhardt y trabaja con
él sobre técnica teatral. A partir de mediados de los años veinte estudia el
marxismo. Entabla una estrecha amistad con
intelectuales marxistas como Karl Korsch, Ernst Bloch o Walter Benjamin, que colaboró en algunas obras y
lo defendió como el iniciador de una nueva época en la literatura. En 1926
escribe Un hombre es un hombre y se
casa con Helene Weigel.
Los últimos años veinte y los primeros
treinta, hasta 1933, fueron una época de intenso trabajo. Consigue éxitos
teatrales importantes. Santa Juana de los
mataderos (1929), La excepción y la regla (1930), y sobre todo, en
el mismo año La ópera de los cuatro
cuartos, con música de Kurt Weil, en la que la sociedad burguesa es
absolutamente ridiculizada. A esta le siguió otra ópera, también con música de
Weil, Ascenso y caída de la ciudad de
Mahagonny, una antiutopía ambientada en el paraíso capitalista de los Estados Unidos.
Desde su adolescencia Brecht escribió
constantemente poesía, y este aspecto debe ser tenido muy en cuenta para
valorar su trayectoria. No fue solo el gran renovador del teatro sino también
el de la lengua poética. La poesía
debía llegar a todos. En la mayoría de sus obras incluyó poemas y canciones
además de una impresionante producción de poemas
autónomos. La concreción y materialidad de sus temas nunca le restó un
ápice a su potencia lírica.
Según Brecht va profundizando en sus
reflexiones teóricas va expresándolas en toda una serie de artículos, centrados
unos en la reflexión literaria y teatral, pero muchos también en la crítica
social y política. Estos textos, como Las
cinco dificultades para decir la verdad (1934) siguieron circulando en
Alemania en la clandestinidad a pesar de la prohibición nazi.
En efecto, en enero de 1933 durante la
representación de Medidas a tomar la
policía irrumpió en el teatro y Brecht y todos sus colaboradores fueron
acusados de alta traición. Un día después del Incendio del Reichstag (27 de febrero), el acontecimiento que llevó
al partido nazi al poder, Brecht, su familia y amigos, tienen que huir a
Dinamarca. Las autoridades nazis ordenaron quemar todos sus libros.
El exilio fue duro y por ello su producción
teatral y literaria fue menor que en la época anterior. De Dinamarca se tuvo
que trasladar a Suecia y después a Finlandia. Aún así durante estos años
escribió algunas de sus grandes obras: La
alma buena de Sezuan (1934-1940), Los
fusiles de la señora Carrar (1937) Terror
y miseria del tercer reich (1938), Vida de Galileo (1938-1947), La condena de Lúculo (1939), Madre
Coraje y sus hijos (1939) o El señor
Puntila y su criado Matti (1940).
En 1941 cruza la Unión Soviética en el
Transiberiano hasta Vladivostok y se embarca hacia los Estados Unidos. Intenta
que alguno de sus guiones fuera aceptado por la industria hollywoodiense que lo
rechaza totalmente. Organiza alguna representación teatral. Durante los años de
la Segunda Guerra Mundial sigue escribiendo incansablemente: La resistible ascensión de Arturo Ui (1941),
Schweyk y la Segunda Guerra Mundial (1943)
o El círculo de tiza caucasiano (1944).
Pero vuelve a ser perseguido en el paraíso
de la libertad de expresión, es interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas de Joseph McCarthy. En 1947
tiene que huir a Suiza.
El nombre de Bertolt Brecht durante la
Guerra Fría figuraba en los listados de todos los servicios de inteligencia de
las Democracias Libres como un peligroso agente soviético. Al mismo
tiempo miles de nazis se movían con total libertad y buscaban su buen acomodo
en Estados Unidos, en Latinoamérica y un poco por todas partes, incluyendo
naturalmente la España de Franco. Sus obras y libros sufrían censura también
por todas partes, incluyendo, de nuevo naturalmente, la prohibición total en la
dicha España de Franco. Brecht no podía entrar en la República Federal Alemana
por orden expresa de las autoridades militares de ocupación. Se trasladó a
Berlín, en la República Democrática Alemana.
Allí intentó poner en marcha un nuevo centro
teatral, junto a su mujer Helene Weigel, el Berlines
Ensemble, un ámbito para el desarrollo de la técnica teatral y la educación
y formación ideológica de los trabajadores. Pero las autoridades de RDA y del
Partido Socialista Unificado de Alemania nunca miraron con muy buenos ojos
estas labores ni a la figura de Brecht que no se plegaba a los dictados de la
burocracia. Escribe incansablemente: Los
días de la Comuna (1949), La danza de
la muerte de Salzburgo (1951) o Turandot
o El congreso de los blanqueadores (1952-1954); también un libro de
narraciones y poemas, Historias de
almanaque (1949) y una novela en la que venía trabajando desde hacía años y
qué quedó inédita, Los negocios del señor
Julio César.
Murió en Berlín el 14 de agosto de 1956.
Carlos Caballero
Responsable de ediciones del CAUM
Las cinco dificultades para decir la
verdad [3]
Bertolt Brecht
(1934)
EL QUE QUIERA
LUCHAR HOY contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que
vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir
la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para
descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento
indispensable para difundirla.
Tales dificultades son enormes para los que
escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y
para los que viven en las democracias burguesas.
I. El valor de
escribir la verdad
Para mucha gente
es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe
rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos;
no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy
provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos
equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario.
Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la
gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta
hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para
hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de
los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el
amor al sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el
campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo
que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e
ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor
para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas
perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la
ignorancia y la guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad
sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad
de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los
verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por
su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una
bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la
bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos
fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto
valor.
Escribir la verdad es luchar contra la
mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son
estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por
su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las
cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar
en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar
con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía
concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de
teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de
amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido
nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte
habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma
seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer.
Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran
desgracia es que no conocen la verdad.
II. La
inteligencia necesaria para descubrir la verdad
Tampoco es fácil
descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según opinión
general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema. Y una
guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en cualquier
momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro continente en un
montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que
llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como
el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba
hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta
dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar por los poderosos,
pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud
absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de sacar
provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que sea cosa fácil
distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al
principio parecen importantes, pues la operación artística consiste
precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis
cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.
También están los que por falta de
conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen las tareas
urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero viven de antiguas
supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el mundo es
demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e ignorar las
relaciones que existen entre ellos.
Me permito decir a todos los escritores de
esta época confusa y rica en transformaciones que hay que conocer el
materialismo dialéctico, la economía y la historia. Tales conocimientos se
adquieren en los libros y en la práctica si no falta la necesaria aplicación.
Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El
que busca necesita un método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin
objeto que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la
explicación de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa
verdad en acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos
no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad
no tiene otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura
de su misión.
III. El arte de
hacer la verdad manejable como arma
La verdad debe
decirse pensando en sus consecuencias sobre la conducta de los que la reciben.
Hay verdades sin consecuencias prácticas.
Por ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la barbarie: el fascismo sería
debido a una oleada de barbarie que se ha abatido sobre varios países, como una
plaga natural. Así, al lado y por encima del capitalismo y del socialismo
habría nacido una tercera fuerza: el fascismo. Para mí, el fascismo es una fase
histérica del capitalismo, y, por consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En
un país fascista el capitalismo existe solamente como fascismo. Combatirlo es
combatir el capitalismo, y bajo su forma más cruda, más insolente, más opresiva,
más engañosa.
Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad
sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que
lo origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica.
Estar contra el fascismo sin estar contra el
capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a
reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.
Los demócratas burgueses condenan con
énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos, y sus acusaciones impresionan
tanto a sus auditorios que éstos olvidan que tales métodos se practican también
en sus propios países.
Ciertos países logran todavía conservar sus
formas de propiedad gracias a medios menos violentos que otros. Sin embargo,
los monopolios capitalistas originan por doquier condiciones bárbaras en las
fábricas, en las minas y en los campos. Pero mientras que las democracias
burguesas garantizan a los capitalistas, sin recurso a la violencia, la
posesión de los medios de producción, la barbarie se reconoce en que los
monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia declarada.
Ciertos países no tienen necesidad, para
mantener sus monopolios bárbaros, de destruir la legalidad instituida, ni su
confort cultural (filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten
perfectamente oír a los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por
haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento suplementario en
favor de la guerra.
¿Puede decirse que respetan la verdad los
que gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy la verdadera patria del
«mal», la oficina del infierno, el trono del anticristo»? No. Los que así
gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas. Sus discursos tienden a la
destrucción de un país, de un país entero con todos sus habitantes, pues los
gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.
Los que ignoran la verdad se expresan de un
modo superficial, general e impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan
el «mal», y sus auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes?
¿Bastará con que seamos buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan
sus tópicos sobre la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para
suscitar la acción. En realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la
barbarie se contentan con predicar la mejora de las costumbres mediante el
desarrollo de la cultura. Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones
en la cadena de las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas
fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las fuerzas que
preparan las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de las
catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el
destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una plaga que tendría su
origen en la «naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las
catástrofes naturales que restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a
su fuerza combativa.
El que quiera describir el fascismo y la
guerra grandes desgracias, pero no calamidades «naturales» debe hablar un
lenguaje práctico: mostrar que esas desgracias son un efecto de la lucha de
clases; poseedores de medios de producción contra masas obreras. Para presentar
verídicamente un estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables.
Cuando se sabe que la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.
IV. Cómo saber a
quién confiar la verdad
Un hábito
secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no se
ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u otro
intermediario, las distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que
quieren entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor habla, y los que
pueden pagar, le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos, y los que las
escuchan no quieren entenderlo todo.
Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero
no las suficientes. Transformar la «acción de escribir a alguien» en «acto de
escribir» es algo que me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser
simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa
utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el bien sólo necesita ser
bien escuchado, pero la verdad debe ser dicha con astucia y comprendida del
mismo modo. Para nosotros, escritores, es importante saber a quién la decimos y
quién nos la dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos decirles
la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos
dirijamos solamente a las gentes de un solo sector: hay otros que evolucionan y
se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con
tal que comiencen a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se
oponían a todo cambio de régimen, se hicieron permeables a las ideas
revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver de una larga guerra,
quedaban reducidos al paro forzoso.
La verdad tiene un tono. Nuestro deber es
encontrarlo. Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz
de hacer daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a
quien lo escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero
no podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de naturaleza
guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira, sino de los embusteros.
V. Proceder con
astucia para difundir la verdad
Orgullosos de su
valor para escribir la verdad, contentos de haberla descubierto, cansados sin
duda de los esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan
impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les parezca vano
proceder con astucia para difundir la verdad.
Confucio alteró el texto de un viejo
almanaque popular cambiando algunas palabras: en lugar de escribir «el maestro
Kun hizo matar al filósofo Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al
filósofo Wan». En el pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso,
«muerto en un atentado», reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado»,
abriendo la vía a una nueva concepción de la historia.
El que en la actualidad reemplaza «pueblo»
por «población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya a acreditar
algunas mentiras, privando a algunas palabras de su magia. La palabra «pueblo»
implica una unidad fundada en intereses comunes; sólo habría que emplearla en
plural, puesto que únicamente existen «intereses comunes» entre varios pueblos.
La «población» de una misma región tiene intereses diversos e incluso
antagónicos. Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo modo, el que dice «la
tierra», personificando sus encantos, extasiándose ante su perfume y su
colorido, favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y al cabo, ¡qué
importa la fecundidad de la tierra, el amor del hombre por ella y su
infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el precio del trigo y el
precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge
el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término
justo es «propiedad rural».
Cuando reina la opresión, no hablemos de
«disciplina», sino de «sumisión» pues la disciplina excluye la existencia de
una clase dominante. Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más que la
palabra «honor», pues tiene más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de
gente se precipita para tener la ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y
con qué liberalidad los ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan para
enriquecerlos.
La astucia de Confucio es utilizable también
en nuestros días. También la de Tomás Moro. Este último describió un país
utópico idéntico a la Inglaterra de aquella época, pero en el que las
injusticias se presentaban como costumbres admitidas por todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido por la policía del
Zar, quiso dar una idea de la explotación de Sajalín por la burguesía rusa,
sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos
burguesías era evidente, pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la
censura dejó pasar el trabajo de Lenin.
Hay una infinidad de astucias posibles para
engañar a un Estado receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones
religiosas de su tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de
Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida
de los grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta
entonces tenían por caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los
propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que
defendía sus privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión
ilícita de las ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que
precisamente apuntaba Voltaire.
Decía Lucrecio que contaba con la belleza de
sus versos para la propagación de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias
de una obra pueden favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer
que a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas
deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se
introdujera en una novela policíaca -género literario desacreditado- la
descripción de condiciones sociales intolerables. A mi modo de ver, esto
justificaría completamente la novela policíaca.
En la obra de Shakespeare se puede encontrar
un modelo de verdad propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante el
cadáver de César. Afirmando constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta
su crimen, y la pintura que hace de él es mucho más aleccionadora que la del
criminal. Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de
convicción mucho más que de su propio juicio.
Jonathan Swift propuso en un panfleto que
los niños de los pobres fueran puestos a la venta en las carnicerías para que
reinara la abundancia en el país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el
célebre escritor probó que se podrían realizar economías importantes llevando
la lógica hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía con pasión
absolutista algo que odiaba. Era una manera de denunciar la ignominia.
Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que la suya, o al menos más
humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido a dónde conducía este
tipo de razonamiento.
Militar a favor del pensamiento, sea cual
fuere la forma que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los
gobernantes al servicio de los explotadores consideran el pensamiento como algo
despreciable. Para ellos lo que es útil para los pobres es pobre. La obsesión
que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo
menospreciar los honores militares cuando se goza de este favor inestimable:
batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os
conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa
es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se
impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a
los hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no
tienen confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la
fuerza, de vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo
semejante régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde
ir para aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía
en ciertos dominios en que resulta indispensable para la dictadura. En el arte
de la guerra, por ejemplo, y en la utilización de las técnicas. Resulta
indispensable pensar para remediar, mediante la invención de tejidos «ersatz»,
la penuria de lana. Para explicar la mala calidad de los productos alimenticios
o la militarización de la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero
recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al que nos
incitan los nuevos maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la
guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a
preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear
esta cuestión en público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a
dar eficacia a la verdad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es posible que un
sistema de opresión permita a una minoría explotar a la mayoría, la razón
reside en una cierta complicidad de la población, complicidad que se extiende a
todos los dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en sentido
contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los descubrimientos
biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en peligro todo el sistema,
pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo. Los últimos descubrimientos físicos implican
consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de juicio los
dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el
dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria,
Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias
entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es
incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar
terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es
enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de
sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las
transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible
durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera.
Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando
ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.
Subrayar el carácter transitorio de las
cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás recordar al
vencedor que toda situación contiene una contradicción susceptible de tomar
vastas proporciones. Semejante método -la dialéctica, ciencia del movimiento de
las cosas- puede ser aplicado al examen de materias como la biología y la
química, que escapan al control de los poderosos, pero nada impide que se
aplique al estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la
atención. Cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar;
esta verdad es peligrosa para las dictaduras.
Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en
las mismas narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a
la miseria quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el
Gobierno. De ahí que hablen de destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que
atribuyen la responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien
pretende llegar a las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de
que llegue al Gobierno.
Pero en general es posible reclinar los
lugares comunes sobre el destino y demostrar que el hombre se forja su propio
destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja islandesa sobre la que pesaba una
maldición. La mujer se había arrojado al agua, el hombre se había ahorcado. Un
día, el hijo se casó con una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de
tierra. De golpe, se acabó la maldición. En la aldea se interpretó el
acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la
joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios de la granja
comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un paisaje puede
servir a la causa de los oprimidos si incluye en la descripción algún detalle
relacionado con el trabajo de los hombres. En resumen: importa emplear la
astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La gran verdad
de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a impedir el
descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro continente
se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de los medios de producción
se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente que nos
hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué? Los que torturan lo hacen por conservar la
propiedad privada de los medios de producción.
Ciertamente, esta afirmación nos hará perder
muchos amigos: todos los que, estigmatizando la tortura, creen que no es
indispensable para el mantenimiento de las formas actuales de propiedad.
Digamos la verdad sobre las condiciones
bárbaras que reinan en nuestro país; así será posible suprimirlas, es decir,
cambiar las actuales relaciones de producción. Digámoslo a los que sufren del statu
quo y que, por consiguiente, tienen más interés en que se modifique: a los
trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a los que colaboran en
este estado de cosas sin poseer los medios de producción.
El peor analfabeto es el analfabeto
político
Bertolt
Brecht
El
peor analfabeto es el analfabeto político.
No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios que dependen de decisiones políticas.
El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios que dependen de decisiones políticas.
El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
[1] Véase como
ejemplo el artículo de Ángel Facio ¿Brecht
al desguace? en Kurt Weil y Bertolt
Brecht. Ascenso y caída de la ciudad de
Mahagonny. Cuadernos del Teatro Español nº 15. 2009.
[2] Véase Antonio
Gómez. Tantas vidas, tantas luchas. Club
de amigos de la UNESCO de Madrid. 1961 - 2011. Ed. CAUM. 2012.
Especialmente el cap. 12. Butaca de
patío.