jueves, 16 de julio de 2015

FREDRIC JAMESON. CULTURA Y CAPITAL FINANCIERO

Efrén Álvarez. Bolsa


El problema del capital financiero. Es indudable que pululó en nuestra mente en la forma de vagas perplejidades, curiosidades que nunca permanecieron lo suficiente para convertirse en verdaderas preguntas: ¿por qué el monetarismo? ¿Por qué las inversiones y la bolsa suscitan más atención que una producción industrial que, de todas formas, parece a punto de desaparecer? ¿Cómo se pueden tener ganancias sin una producción previa? ¿De dónde proviene todo este exceso de especu-lación? ¿Tiene algo que ver la nueva forma de la ciudad (incluida la arquitectura posmodema) con una mutación en la dinámica misma de los valores de la tierra (renta del suelo)? ¿Por qué la especulación con la tierra y la bolsa de valores llegan al primer plano como sectores dominantes en las sociedades avanzadas, donde "avanzadas" ciertamente tiene algo que ver con la tecnología pero presuntamente debería tenerlo igualmente con la producción? Todas estas insistentes preguntas fueron también secretas dudas, tanto sobre el modelo marxista de producción como sobre el viraje de la historia en los años ochenta, estimulado por los recortes impositivos de Reagan y Thatcher. Parecía que volvíamos a la forma más fundamental de lucha de clases, una forma tan básica que acarreó el fin de todas las sutilezas marxistas occidentales y teóricas que había originado la Guerra Fría.
   En efecto, durante el largo período de ésta y del marxismo occidental -un período cuyo origen hay que fijar verdaderamente en 1917-, fue necesario desarrollar un complejo análisis de la ideología a fin de desenmascarar la persistente sustitución de dimensiones inconmensurables, la presentación de argumentos políticos en vez de económicos, la apelación a presuntas tradiciones -libertad y democracia, Dios, maniqueísmo, los valores de Occidente y de la herencia judeo-cristiana o rornano-cristiana- como respuestas a nuevos e impredecibles experimentos sociales; para dar cabida, así mismo, a las nuevas concepciones sobre el trabajo de lo inconsciente descubierto por Freud y presumiblemente también en funcionamiento en la estratificación de la ideología social.
   En aquellos días, la teoría de la ideología constituía la mejor ratonera: y cualquier teórico que se respetara sentía la obligación de inventar una nueva, para suscitar efímeras aclamaciones y atraer momentáneamente una horda de espectadores curiosos siempre dispuestos a pasar al siguiente modelo al primer aviso, aun cuando ese modelo significara reformar el nombre mismo de ideología y sustituirlo por epísteme, metafísica, prácticas o lo que fuera.
   Pero hoy muchas de estas complejidades parecen haber desaparecido y, enfrentados con las utopías de Reagan-Kemp y Thatcher que prometen inmensas inversiones e incrementos de la producción, basados en la desregulación y la privatización, y la apertura obligatoria de los mercados en todas partes, los problemas del análisis ideológico parecen enormemente simplificados y las ideologías mismas mucho más transparentes. Ahora que, tras los pasos de grandes pensadores como Hayek, se ha hecho habitual identificar libertad política con libertad de mercado, las motivaciones subyacentes a la ideología ya no parecen requerir una elaborada maquinaria de decodificación y reinterpretación hermenéutica; y el hilo conductor de toda la política contemporánea parece mucho más fácil de captar: a saber, que los ricos quieren que bajen sus impuestos. Esto significa que un anterior marxismo vulgar puede ser nuevamente más pertinente para nuestra situación que los modelos más recientes; pero también plantea problemas más objetivos sobre el dinero mismo que habían parecido menos relevantes durante la Guerra Fría.
   Los ricos, sin duda, hacían algo con todos estos nuevos ingresos que ya no era necesario gastar en servicios sociales: pero al parecer no los destinaron a nuevas fábricas, sino más bien a la inversión en la bolsa. De allí una segunda perplejidad. Los soviéticos solían bromear con el milagro de su sistema, cuyo edificio sólo parecía comparable a esas casas que mantienen de pie multitudes de termitas que comen a sus anchas dentro de ellas. Pero algunos de nosotros habíamos sentido lo mismo con respecto a los Estados Unidos: luego de la desaparición (o brutal achicamiento) de la industria pesada, lo único que parecía mantener el país en marcha (además de sus prodigiosas industrias de la comida y el entretenimiento) era la bolsa. ¿Cómo era posible, y de dónde venía el dinero? Y si éste se apoyaba en una base tan frágil, ¿por qué, antes que nada, importaba tanto la "responsabilidad fiscal", y en qué se fundaba la lógica misma del monetarismo?
   No obstante, la tradición no dio mucho aliento o pábulo teórico a la naciente sospecha de que estábamos en un nuevo período de capitalismo financiero. Un viejo libro, El capital financiero (1910), de Hilferding, parecía dar una respuesta histórica a una cuestión económica y estructural: las técnicas de los grandes trusts alemanes del período previo a la Primera Guerra Mundial, sus relaciones con los bancos y, finalmente, el Flottenbau, etcétera; la respuesta parecía encontrarse en el concepto de monopolio, y Lenin se adueñó de él en este sentido en su panfleto de 1916, El imperialismo, fase superior del capitalismo, que también parecía suprimir el capital financiero al cambiarle el nombre y trasladarlo a las relaciones de poder y la competencia entre los grandes estados capitalistas. Pero estas "fases superiores" están hoy muy atrás en nuestro pasado; el imperialismo se ha ido, reemplazado por el neocolonialismo y la globalización; los grandes centros financieros internacionales no parecen (todavía) el lugar de una feroz competencia entre las naciones del Primer Mundo capitalista, pese a algunas quejas sobre el Bundesbank y sus políticas de intereses; entretanto, la Alemania imperial ha sido reemplazada por una República Federal que puede o no ser más poderosa que su predecesora pero hoy es parte de una Europa presuntamente unida. De modo que, al parecer, estas descripciones históricas no nos sirven de mucho; y en este aspecto lo teleológico ("fase superior") sí parece merecer plenamente todo el oprobio que cayó sobre él en años recientes.
   Pero donde el economista sólo podía darnos una historia empírica, quedó a cargo de una narrativa histórica brindarnos la teoría estructural y económica necesaria para resolver este acertijo: el capital financiero tiene que ser algo así como una etapa, en el aspecto en que se distingue de otros momentos del desarrollo del capitalismo. La luminosa intuición de Arrighi fue que no es necesario que este tipo peculiar de telos consista en una línea recta, sino que bien puede organizarse en una espiral (una figura que también evita las alusiones míticas de las diversas visiones cíclicas).
   Es una imagen que une varias exigencias tradicionales: el movimiento del capitalismo debe verse como discontinuo pero expansivo. Con cada crisis, sufre una mutación para pasar a una esfera más amplia de actividad y un campo más vasto de penetración, control, inversión y transformación: esta doctrina, sostenida con mucho vigor por Ernest Mandel en su gran libro Late Capitalism, tiene el mérito de explicar la elasticidad del capitalismo, que el propio Marx ya había postulado en los Grundrisse (pero que es menos evidente en El capital) y que repetidas veces trastornó los pronósticos de la izquierda (inmediatamente después de las dos guerras mundiales y de nuevo en las décadas del ochenta y del noventa). Pero la objeción a las posiciones de Mandel giró sobre la teleología latente de su expresión "capitalismo tardío", como si ésta fuera la última etapa imaginable o el proceso fuese una progresión histórica uniforme. (Mi uso del término pretende ser un homenaje a Mandel, y no particular-mente un presagio profético; como vimos, Lenin dice "superior", en tanto Hilferding, con más prudencia, simplemente la llama "jüngste", la última o más reciente, que naturalmente es preferible.)


jueves, 9 de julio de 2015

SAMIR AMIN. ¿SALIR DE LA CRISIS DEL CAPITALISMO O SALIR DEL CAPITALISMO EN CRISIS?

Cuaderno del CAUM nº 321


EL PRINCIPIO DE LA ACUMULACIÓN sin fin que define al capitalismo es sinónimo de crecimiento exponencial, y éste, como el cáncer, lleva a la muerte. Stuart Mill, que lo había comprendido, imaginaba que un “estado estacionario” pondría término a este proceso irracional. Keynes compartía este optimismo de la Razón. Pero ni uno ni otro estaban equipados para comprender cómo podía imponerse la superación necesaria del capitalismo. Marx podía en cambio imaginar el derrocamiento del poder de la clase capitalista, concentrado hoy en manos de la oligarquía.

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